Se
forma en Sevilla bajo las influencias de
Jerónimo Hernández (muerto en 1586, cuyo cadáver ayuda a portar),
de su discípulo Gaspar
Núñez Delgado, de Andrés de Ocampo y de Juan B. Vázquez, el
Mozo. Su obra se inicia por tanto dentro del clasicismo
manierista, influjo que perdurará a
lo largo de casi toda su obra, ese su sentido de la mesura, del
equilibrio y de la belleza tan
clásicos, al que irá incorporando elementos naturalistas. Sólo su
última época, de 1630 a
1648, puede ya considerarse plenamente barroca.
No obstante, hoy parece fuera de toda duda su
dependencia formal de Pablo de Rojas,
considerado el creador del Crucificado barroco, de quien sería
discípulo antes de su llegada
a Sevilla o incluso durante una estancia temporal en Granada entre
1598 y 1602, como afirma
Gómez-Moreno y parece confirmar el análisis estilístico de Emilio
Orozco.
Destaca
su obra además por el exquisito
acabado y la policromía mate de Francisco Pacheco, que acentúa el
realismo. Precisamente
Pacheco, pintor y tratadista, suegro de Velázquez, debió
contribuir en gran medida a su
formación religiosa y humanística, como seguramente Andrés de
Ocampo.
La temática le viene impuesta por el clima
religioso de la Contrarreforma y el ambiente de la sociedad de su
tiempo. Su genio, como el de
Fidias, consistió en dar forma imperecedera a las personas
divinas, a sus gestos y actitudes,
según lo que la sensibilidad popular esperaba.
Entre sus
retablos sobresalen el del monasterio jerónimo de Santiponce, en
Sevilla, «obra
culminante... por su envergadura, monumentalidad, y extraordinaria
calidad escultórica»
(Otero Túñez), en el que
se aparta del modelo compartimentado habitual y
construye un espacio unitario; el del convento de Santa
Clara, en Sevilla, y el de la parroquia de San Miguel, en Jerez.
El Jesús de la Pasión de la iglesia del
Divino Salvador (1619), es su único paso procesional, y marca una
importante distancia con el
que su discípulo y colaborador Francisco de Ocampo había realizado
una década antes para la hermandad del Silencio, la distancia
entre el manierismo y el
barroco. A partir de entonces el de Montañés será el arquetipo por
el que se medirán todos
los Nazarenos de Sevilla. Se cuenta que ya anciano el escultor
acudía en Semana Santa
al pie de la escalinata del Salvador a verlo salir.
Entre sus imágenes de altar destaca la serie
de las Inmaculadas, particularmente la llamada 'Cieguecita'
(1629-30) por los ojos bajos, un
«prodigio de candor pensativo», de la catedral de Sevilla, de la
que al contratarla dijo
«que sería una de las primeras cosas que habría en España».
En 1634 realiza una imagen de San Bruno para
Sta. María de las Cuevas de la que se ha dicho que tiene «modelado
y técnicas zurbaranescas».
Pero
si importante es su labor sevillana, no lo es menos su obra en
América.
Juan Martínez Montañés fue el escultor más
importante para la América española del siglo XVII. Lima fue el
centro montañesino por
excelencia y desde allí su influencia se extendió al interior de
todo el Virreinato, donde
sus esculturas sirvieron de modelo para las tallas de los
Crucificados.
«Esta
es, quizá, la mayor y más trascendente de las importancias que
pueden concederse al arte de
Montañés en América, la de haber influido con sus creaciones a
toda una generación y
lograr, a través de sus obras y discípulos activos en el Perú, que
casi todo el continente
Sur se exprese plásticamente en las inconfundibles características
de su arte» (Bernales
Ballesteros).
Montañés realiza en la escultura sevillana una
revolución, no por suave menos evidente, concluye M. E.
Gómez-Moreno: «Se inspira en el
natural; los rostros son siempre expresivos, los cuerpos macizos y
aplomados, los desnudos
correctísimos, aunque siempre realistas; las telas caen con
pesantez sin artificio, y las
actitudes, reposadas y serenas, tienen una elegancia plena de
naturalidad. Sobre todo esto
descuella su portentoso modo de modelar, la calidad exquisita de
su talla, tan perfecta como
pocas veces la logró nuestra escultura»
No hay comentarios:
Publicar un comentario