miércoles, 13 de junio de 2012

Las obras de Martinez Montañez

Se forma en Sevilla bajo las influencias de Jerónimo Hernández (muerto en 1586, cuyo cadáver ayuda a portar), de su discípulo Gaspar Núñez Delgado, de Andrés de Ocampo y de Juan B. Vázquez, el Mozo. Su obra se inicia por tanto dentro del clasicismo manierista, influjo que perdurará a lo largo de casi toda su obra, ese su sentido de la mesura, del equilibrio y de la belleza tan clásicos, al que irá incorporando elementos naturalistas. Sólo su última época, de 1630 a 1648, puede ya considerarse plenamente barroca.
No obstante, hoy parece fuera de toda duda su dependencia formal de Pablo de Rojas, considerado el creador del Crucificado barroco, de quien sería discípulo antes de su llegada a Sevilla o incluso durante una estancia temporal en Granada entre 1598 y 1602, como afirma Gómez-Moreno y parece confirmar el análisis estilístico de Emilio Orozco.
Destaca su obra además por el exquisito acabado y la policromía mate de Francisco Pacheco, que acentúa el realismo. Precisamente Pacheco, pintor y tratadista, suegro de Velázquez, debió contribuir en gran medida a su formación religiosa y humanística, como seguramente Andrés de Ocampo.
La temática le viene impuesta por el clima religioso de la Contrarreforma y el ambiente de la sociedad de su tiempo. Su genio, como el de Fidias, consistió en dar forma imperecedera a las personas divinas, a sus gestos y actitudes, según lo que la sensibilidad popular esperaba.
Entre sus retablos sobresalen el del monasterio jerónimo de Santiponce, en Sevilla, «obra culminante... por su envergadura, monumentalidad, y extraordinaria calidad escultórica» (Otero Túñez), en el que se aparta del modelo compartimentado habitual y construye un espacio unitario; el del convento de Santa Clara, en Sevilla, y el de la parroquia de San Miguel, en Jerez.
El Jesús de la Pasión de la iglesia del Divino Salvador (1619), es su único paso procesional, y marca una importante distancia con el que su discípulo y colaborador Francisco de Ocampo había realizado una década antes para la hermandad del Silencio, la distancia entre el manierismo y el barroco. A partir de entonces el de Montañés será el arquetipo por el que se medirán todos los Nazarenos de Sevilla. Se cuenta que ya anciano el escultor acudía en Semana Santa al pie de la escalinata del Salvador a verlo salir.
Entre sus imágenes de altar destaca la serie de las Inmaculadas, particularmente la llamada 'Cieguecita' (1629-30) por los ojos bajos, un «prodigio de candor pensativo», de la catedral de Sevilla, de la que al contratarla dijo «que sería una de las primeras cosas que habría en España».
En 1634 realiza una imagen de San Bruno para Sta. María de las Cuevas de la que se ha dicho que tiene «modelado y técnicas zurbaranescas».
Pero si importante es su labor sevillana, no lo es menos su obra en América. Juan Martínez Montañés fue el escultor más importante para la América española del siglo XVII. Lima fue el centro montañesino por excelencia y desde allí su influencia se extendió al interior de todo el Virreinato, donde sus esculturas sirvieron de modelo para las tallas de los Crucificados.
«Esta es, quizá, la mayor y más trascendente de las importancias que pueden concederse al arte de Montañés en América, la de haber influido con sus creaciones a toda una generación y lograr, a través de sus obras y discípulos activos en el Perú, que casi todo el continente Sur se exprese plásticamente en las inconfundibles características de su arte» (Bernales Ballesteros).
Montañés realiza en la escultura sevillana una revolución, no por suave menos evidente, concluye M. E. Gómez-Moreno: «Se inspira en el natural; los rostros son siempre expresivos, los cuerpos macizos y aplomados, los desnudos correctísimos, aunque siempre realistas; las telas caen con pesantez sin artificio, y las actitudes, reposadas y serenas, tienen una elegancia plena de naturalidad. Sobre todo esto descuella su portentoso modo de modelar, la calidad exquisita de su talla, tan perfecta como pocas veces la logró nuestra escultura»

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